¿Puedo mirar? Reinventando la mirada –artística- en la era del dispositivo tecnológico.
¿Puedo mirar? ¿Qué es la imagen? ¿Cuándo discutimos sobre la imagen, hablamos de la misma cosa? ¿Significa imagen lo mismo para todos? ¿Sigue siendo en la actualidad –y en el contexto de la cultura digital- tan atormentada como antaño la relación de los artistas con la imagen? ¿Podemos inventar nuevas categorías de imágenes, o dicho de otro modo, pueden las imágenes agruparse según categorías diferentes a las tradicionales? ¿Podemos afirmar que ha habido recientemente una transformación profunda de la mirada ante la imagen? Partamos de estas cuestiones iniciales para producir alguna reflexión con cierto sentido en torno al tema fundamental que nos ocupa: la construcción de las imágenes en el momento presente. También desearía que esta reflexión nos llevara a otra que, aunque colateral, no es menos importante, como es la manera en la que el artista actual se relaciona con las imágenes en su afán por construir iconografías inéditas que lleguen a alcanzar el estatus de nuevo imaginario socio-cultural. En la actualidad volvemos a tener muchas dudas a cerca de la verdadera naturaleza de las imágenes. Vivimos una época llena de sobresaltos, incertidumbres y replanteamientos conceptuales en torno a esta cuestión principal, pues no en balde hemos sido capaces de comprender la diferencia entre una imagen construida siguiendo un modelo naturalista de representación y aquella que además se basa en la naturaleza óptica de nuestra mirada; también nos hemos dotado de una doble naturaleza visual: la física, objetual y tangible que conformó la cultura clásica, y la virtual intangible de carácter lumínico o eléctrico que está conformando la cultura digital actual. Por otra parte, no sólo hemos podido capturar y fijar las imágenes provenientes de la realidad lumínica que nos rodea, desarrollando herramientas mecánicas visuales tan sofisticadas como la cámara fotográfica o el cinematógrafo, sino que además hemos conseguido construirlas partiendo de la matemática y del álgebra, e incluso, dotándolas de una naturaleza sintética que es capaz de otorgarles una especie de “vida propia” o “vida autónoma”, interactuando con el espacio híbrido que conforma el juego retroalimentario del dentro-afuera constante entre el espacio real –físico- que habitamos y la pantalla-membrana que nos conecta con el mundo virtual que hemos sido capaces de construir para alojar todas estas nuevas imágenes de naturaleza intangible, para producir un clon digital –simulacro- de la realidad. Al mismo tiempo, hemos entrado en una profunda crisis sobre el concepto de representación. Hoy día, por ejemplo, el artista puede desarrollar sus creaciones trabajando con imaginarios no icónicos. Los últimos movimientos artísticos (sobre todo el arte conceptual y el net art) nos han dejado un profundo sabor iconoclasta , donde el texto puede autoconformarse como todo un universo visual capaz de soportar por sí mismo toda la estructura representacional de la imagen. Multiplicar una imagen puede ser en la actualidad no sólo una acción reproductiva de carácter forzosamente simulativo, sino que, a través de las tecnologías electrónicas, esta multiplicación puede eludir ahora su antaño necesaria naturaleza mimética, al otorgarle a cada “copia” el valor de un auténtico original. Todas estas cuestiones exigen una revisión de nuestros planteamientos tradicionales y de nuestras creencias acerca de lo que hemos denominado hasta ahora imagen. Estar atrapado en las imágenes. Sobrevivir a las imágenes. Morir de iconicidad. Rodearse de una visualidad enferma. Hacer visible una imagen. Todo esto puede ser el centro de la vida de un artista contemporáneo. Por tanto, propongo un análisis detallado sobre estas cuestiones fundamentales para la comprensión de la evolución y de la situación actual de lo que se entiende hoy conceptualmente por práctica artística. Tal vez porque soy de formación artista y porque conozco la profesión desde dentro, me gusta pensar y en la medida de lo posible resolver estas cuestiones a partir de los problemas prácticos cotidianos. Ese el único interés que pueden tener mis reflexiones en voz alta. Mi punto de vista es por tanto bien distinto al de los teóricos (los profesionales de la filosofía, la historia o la estética). La mayoría de los materiales para la reflexión salen de lo acontecido en el taller, en el laboratorio. El debate subsecuente en el que normalmente me veo envuelto y que me permite contrastar y madurar –confirmando o rechazando- mis reflexiones se produce entre artistas y practicantes del arte y a lo sumo salpicado con teóricos visitantes del taller, pero siempre sucede rodeado de obras a medio hacer. Suelo visitar con cierta frecuencia el estudio del artista Rubén Tortosa. Fue alumno y discípulo mío hace ya muchos años. Me precio de una entrañable amistad mutua y reciproca que se refuerza y crece con los años. Rubén es uno de esos artistas en activo que puede demostrar en esta complicada época, no sólo una trayectoria profesional intachable, sino el pertenecer a la proteica raza de creadores que jamás cede al desaliento y que se retroalimenta mediante un ininterrumpido e indestructible afán por seguir creyendo en el arte, y más concretamente en la pintura. Cuando voy a su estudio –ubicado en una idílica alquería en plena huerta valenciana- sólo conozco con precisión la hora de mi llegada, pero jamás puedo llegar a imaginar a qué hora la abandonaré. La estancia allí es, no sólo un fiesta para los sentidos, sino también para el intelecto. Nunca me decepciona. Siempre entramos de forma inevitable en un combate dialéctico, debatiendo sinfín y de manera apasionada (como no podría ser de otra manera para quienes nos conozcan) sobre todas las cosas y sobre cualquier tema, que se alimenta del paisaje que nos rodea y nos envuelve y que está compuesta, no sólo por la tranquila naturaleza valenciana del exterior, sino por esa legión de objetos por terminar que se apilan en su interior y que son consecuencia de las múltiples creaciones y propuestas en pleno proceso de creación. Ambos somos igual de extravagantes, pues seguimos confesando una fe ciega e inquebrantable en el arte, lo que nos hace disfrutar tanto como sufrir. Estando en su estudio en plena discusión siempre me invade una cierta nostalgia al recordar lo importante que éramos (los artistas) en el contexto general del debate artístico y cómo en la actualidad prácticamente se ha esfumado nuestra presencia activa y protagonista en dicho debate. ¿Por qué ya no se le da voz al artista (o por qué este no la toma), precisamente ahora que el arte y la cultura ocupan tanta presencia mediática en nuestra sociedad? ¿Si el protagonista no es, como siempre, el artista, quién usurpa ahora su lugar? Siguiendo diariamente los tabloides on-line de la cultura actual, encuentro multitud de ofertas de cursos de posgrado, de masters de especialización en arte contemporáneo y de gestión cultural, pero siempre dirigidos únicamente a futuros comisarios, directores de centros de arte y gestores culturales. Por eso, me surge a continuación la misma pregunta: sin la presencia de los artistas, sin tomarlos en consideración ni contar con ellos, ¿cuáles pueden ser entonces los ingredientes que conformen sus posibles debates académicos? ¿quiénes aportarán y de dónde se extraerán los materiales y recursos para producirlo? ¿dónde se ubicará ahora y qué nuevo papel se le reservará por tanto al que debería ser el actor protagonista, o al menos el interlocutor principal del mencionado debate artístico? Aunque debo confesar que esta inquietud –o malestar- no enturbia ni entorpece jamás nuestras conversaciones, por lo que no logra distraernos de lo que verdaderamente nos apasiona, que no es otra cosa que la práctica activa y activista del arte como alimento básico de nuestra existencia. Ambos hemos realizado ya un largo recorrido –cuyo comienzo se remonta a los años 80 del siglo pasado-, que nos permite poder mirar en perspectiva lo que estamos haciendo en la actualidad y nos provee de la suficiente experiencia como para distinguir lo esencial de los superfluo, proveyéndonos de eficaces herramientas para esa necesaria autocrítica que impida conformarnos con cualquier nuevo logro y, sobre todo, que no deje que nos deslumbremos por el efecto seductor y perverso de cada nueva tecnología que aparece y que nos invita a ser utilizada en nuestros proceso de producción, algo muy importante para nuestra práctica artística cotidiana, pues ambos nos confesamos partidarios convencidos de su tremenda eficacia e inevitabilidad para poder ejercer en plenitud la modernidad en esta compleja y fascinante época actual. Así, ambos compartimos la preocupación por representar en plenitud la tormenta de ideas y de sensaciones que se agolpan y bullen, así como los conceptos que de ellos se derivan, situando nuevamente ante nosotros el acto de crear dentro de la tradición prometeica de las bellas artes, independientemente del lenguaje elegido para su desarrollo y consecución. Lo que a nosotros nos interesa; lo que me gustaría compartir en este breve ensayo, son las ideas y el contenido de las principales reflexiones que subyacen y alimentan toda esta ingente tarea y que da sentido al compromiso de dedicación de una vida entera (la única que tenemos) a la practica del arte. Tránsito El combate entre lo mirado y los materiales plásticos. El traslado de la imagen construida por la mirada a la superficie de representación pictórica, donde aquella tendrá que vérselas con la materia que modela –vehiculando, dándole forma concreta y personalidad- el lenguaje artístico, con el fin de construir una visualidad híbrida que alcance la substancia de lo pensado. La celebración en la pintura –ahora nuevamente, campo de batalla- de la mirada revisitada (invadiendo nuestra memoria el recuerdo del artista impresionista, quien regresa a la pintura con la mirada renovada por la experiencia fotográfica: ver a través del objetivo fotográfico y luego regresar, renovado, a la pintura con el propósito de comenzar a construir el programa de la modernidad artística). La automatización de la mirada-como-proceso (de sus registros) para plastificarla (pictorizarla), objetualizándola, tomando como referencia por primera vez en la historia del arte, no la imagen per se, sino el proceso global de su conformación como algo que ya no es estático, que no deviene en algo concreto y objetual, sino que es ahora un campo de acción en permanente transición evolutiva. La construcción del nuevo marco de actuación en el que debe desenvolverse el artista actual y que no es otro que el proceso completo de generación, desarrollo y evolución de las imágenes que circulan ante él y que gestiona mediante los nuevos dispositivos –ahora fundamentalmente electrónicos-, dentro del contexto marcado por los presupuestos de la cultura digital, y que hace del proceso creativo un laboratorio de la mirada protética. Un proceso que va a implicar la construcción por parte del artista de nuevas estrategias para la construcción de la mirada; así, los presupuestos de la representación tradicional irán cayendo como las cartas de un castillo de naipes soplado; a saber (entre otros): el enfoque digital ya no involucrará a la óptica (lentes), sino a la mayor o menor resolución de captura de los estímulos luminosos; la construcción de la perspectiva en el plano del cuadro digital ya no se resolverá más mediante la convergencia de puntos de fuga de los diferentes elementos de la composición (tal y como la idearon los pintores renacentistas), sino que será programada por la célula fotoconversora del dispositivo electrónico mediante el empleo de un mayor o menor número de puntos-píxel capaces de cubrir cada una de las formas de los diferentes elementos (objetos) capturados por su visor electrónico. Esta podría ser una somera descripción de algunos de los elementos y de las situaciones inéditas que constituyen –o definen- el nuevo campo de actuación en el que se desenvuelve el artista actual, para enfrentarse al programa de gestión (y, a veces, producción) de las imágenes, que ahora va a observar con la ayuda de sus nuevas prótesis, convertido en un ser híbrido que actúa dentro de una naturaleza hibridada. Para comprender el verdadero significado de la revolución que supone la mirada protética –digital- debemos pues conocer y comprender cómo registran los nuevos dispositivos y cómo estos interpretan dichos registros. Una interpretación que se produce a partir de los presupuestos de la lógica empleada por códigos maquinales pre-programados y que están basados en el análisis de procesos dinámicos (y no ya de objetos concretos y singulares), en donde la función del artista es la de gestionar dichos procesos, más bien al modo metafórico del jugador de ajedrez que interpreta y da respuesta a un movimiento (a una jugada) de su oponente. Ahora, las imágenes –todas las imágenes del mundo y de la historia- están aquí, junto a nosotros, y por tanto a disposición del artista, en su estudio. No hay que ir a buscarlas más allá, no hay necesidad de salir del estudio en pos de las imágenes. El trabajo no está tanto en su construcción sino en la postproducción . En palabras de Didi-Huberman: “La dificultad reside, por consiguiente, en mirar lo que queda (visible) convocando lo que ha desaparecido: en resumen, escrutando las huellas visibles de esta desaparición, lo que llamamos de otra manera (y fuera de cualquier connotación clínica): sus síntomas [Symptôma, en griego, es ‘lo que cae con’. Es el encuentro fortuito, la coincidencia, el acontecimiento que ocurre para perturbar el orden de las cosas –bajo la imprevisible pero soberna ley de la tuchè-.]” . Por tanto, el reto para el artista consistirá en estar en disposición -sensible e intelectual- de renovar la mirada, diariamente y de manera rizomática. Reutilizar sus materiales, actualizándolos. En mis conversaciones con Rubén Tortosa, éste proponía como estrategia para alcanzar dicho programa la construcción mental-metafórica de una esfera (“ir tras la esfera beckettiana que espera a Godot”), porque esta constituye el lugar donde luego va a suceder algo (a diferencia del texto de Beckett, donde no sucederá nada). Este suceder acontecerá a modo de tránsito, de rizoma, dentro de esas esferas que nos dibuja filosóficamente Sloterdijk y que a buen seguro transitan por ese espacio líquido de Bauman. Sin embargo, la puesta en práctica de este programa no dejará indemne a nuestro artista, quien se verá abordado por un sufrimiento existencial. Este tiene su origen en la duda primigenia de todo acto creativo: tiene un programa de actuación que, sin embargo, no consigue definir; no sabe lo que quiere hacer hasta que aparece hecho, construido, no siendo sin embargo lo que esperaba, pero superando las premisas de partida, aunque en otra dirección, que no llega a satisfacerle plenamente, al no darle respuestas. Ese es precisamente el drama de la creación artística, pues el artista entiende que no trabaja para él, que su obra es patrimonio de la historia y que el bucle infinito -de permanente insatisfacción que a este le produce- es clausurado por el espectador-usuario, quien se apropia de la obra de arte, otorgándole nuevos significados, nuevos usos, y asegurando así el ciclo vital del arte. Pero nuestro artista vuelve a empezar de nuevo, con la confianza de poder lograrlo esta vez, evocando el mito de Sísifo. Su punto de partida, la experiencia primigenia, embrionaria, es su ansia por mirar de otra manera. Hace muchos años, en sus comienzos, todavía estudiante de bellas artes, una vez, por casualidad, vio algo nuevo. Se acercó decidido. ¿Puedo mirar?” preguntó con infinita curiosidad cuando atisbó el lápiz gigante electrográfico, cuya base de papel-collage pendía de forma vertical y amenazante, suspendida de la cornisa del edificio escolar). “Sé que quiero estar ahí” se dijo. “Sé que quiero aprender a mirar con esos nuevos ojos”. Para finalmente afirmarse en el que iba a ser su programa de actuación: “Sé que quiero ser artífice de la construcción icónica de esa otra-nueva mirada”. Como activo miembro del movimiento de la electrografía artística, que discurrió en paralelo al arte oficial durante las décadas de los 80 y los 90, nuestro artista fue a la máquina para explorar la mirada en otras condiciones. Descubrió con excitación que la máquina posee su propia mirada, la cual ya no es mímesis de la mirada retiniana del artista, del vidente, sino que ahora propone un nuevo estatus para la visualidad, aunando lo que hasta ese momento no eran sino metáforas independientes en el acto del mirar fotográfico: ventana, espejo, pantalla. La construcción de la nueva visualidad es desnudada pornográficamente durante su conformación y ante la mirada excitada del artista, quien conoce paso a paso y en tiempo real el proceso generativo de la imagen, pero que sin embargo acontece sobre la parte que le es ocultada. El sólo ejerce de maestro de ceremonias. La imagen deviene en proceso y nos hace sentir la visualidad que pasa ante nosotros, en tránsito. Ser mirado por la máquina, explorado por esta para convertirnos en objeto de su mirada. Para ser construidos por esta. Así, mirando de otra manera, anticipamos el programa de lo maquinal-digital. A partir de ahí todo será sino trayecto. Trayecto como metáfora de las relaciones interpersonales y transdisciplinares. El artista se convierte ahora en catalizador entre la prótesis –tecnológica- y la materia –plástica. Invitamos al dispositivo tecnológico que nos provee del proceso constructivo de la mirada a formar parte del acto pictórico. “Pongo una máquina que mira por mí y que captura lo que acontece frente de ella, lo que se asoma por su ventana, dando sentido a la espera, pues sabemos que tras-la-espera sucederá algo”. El artista nos ofrece así la certeza de que algo va a acontecer y que este acontecimiento tomará como objeto pictórico, como imagen capturada, el mismo espacio arquitectónico de su taller y a sus habitantes/visitantes. De esta manera, mediante esta estrategia creativa, el artista logrará expandir el reducido y limitado espacio de su taller y su programa de creación artística, para alcanzar la dimensión del proceso global de lo interdisciplinar. Así, la construcción acontecerá cotidianamente en tránsito, junto a los ingenieros, en el viaje diario a la ferretería. En una época iconoclasta, donde nada ni nadie ha quedado a salvo del programa-ideario del Net.Art, existe sin embargo en Tortosa una fidelidad heroica al programa de la mirada. En un tiempo saturado de imagen, donde su superabundancia convierte esta en invisible, nuestro artista mantiene un esfuerzo prometeico por seguir comprometido con la construcción de la imagen, por alcanzar la deseada y necesaria renovación del programa clásico de la mirada. Contagia su emoción y su pasión por desvelar a diario, continuamente, algo inédito, revisando el imaginario de cuanto le rodea, de cuanto acontece, a través de la construcción de iconografías que se reinventan continuamente, con cada acto del mirar –ahora renovado. Entendemos [sus construcciones visivas nos hacen comprender] que la imagen no necesita nada más que polvo cósmico como substancia para poder encontrarse con la nada del pigmento. Ahora comprendemos -por fin- que se trata del mismo proyecto, del mismo programa pictórico que el de aquel blanco cósmico del fondo de la Anunciación de la celda toscana del Angélico. No hay nada que mirar porque el artista sólo ha capturado –él entonces, el dispositivo tecnológico ahora- la luz en toda su pureza, que no es sino la nada en la materia. Hay que ser muy sabio o muy prepotente, o bien, estar en posesión de un programa de trabajo muy exigente, para no esperar capturar nada salvo luz. Una nada que será emulsionada, coloreada, dejando sólo revelada la impureza de la superficie del soporte plástico de la representación. Ese es el programa de la mirada moderna, de la mirada protéticamente digital, rencontrándose y reconociéndose en la pared blanca, inmaculada, de la celda dominica del convento de San Marcos. Pero todavía existe otra analogía en la historia del arte que podríamos aplicar a nuestro artista. Una que se refiere a otra característica definitoria del programa de la construcción de las imágenes empleado por éste: pintar sin utilizar los pinceles, o, más exactamente: dejar que la imagen se “pinte” sola. Se trata del programa de trabajo elaborado por el artista italiano Ugo dei Conti da Panico (popularmente conocido bajo el nombre de Ugo da Carpi) para realizar la obra “La Verónica entre los santos Pedro y Pablo”, pintada al temple “sin utilizar pinceles” entre 1524 y 1527, y destinada a ocupar el altar de la Verónica en la antigua basílica de San Pedro. Esta obra y su peculiar proceso técnico de elaboración es conocida en la historia del arte por ilustrar una anécdota descrita por Giorgo Vasari en sus Le Vitae , en la que menciona una conversación, de tono jocoso, entre el autor y Miguel Ángel, situados ambos frente a la obra, delante del altar de la Santa Faz, en medio de una misa que se celebrada allí y a la que ambos asistían. Vasari comienza dicha anécdota de la siguiente manera: “Hemos dicho que Ugo era pintor: no ocultaré que pintó al óleo, sin utilizar pinceles, sino con los dedos y con la ayuda de extrañas herramientas de su invención.” Lo que le valió la burla (o menosprecio) de ambos genios del pintura. Rubén Tortosa, como algunos de los más significativos artistas que pertenecieron al movimiento Copy Art, y que utilizaron máquinas como herramientas para la creación de sus imágenes, intentaron que estas se conformaran sin la ayuda manual del propio artista, en una especie de construcción del “diario visual de una máquina fotocopiadora”. A pesar de que también ellos, como en el caso del pintor italiano, sufrieron el menosprecio de críticos y artistas, Tortosa nunca abandonó esta idea, madurándola con la ayuda del tiempo y la experiencia. En la actualidad, y con la colaboración de ingenieros informáticos, ha producido un dispositivo tecnológico que puede dibujar -de forma autónoma y autómata sobre la pared y con carboncillo o rotulador- el retrato de los que se asoman a su “ventana” (que no es otra que la webcam que lleva incorporada y que se activa electrónicamente gracias a un escáner que detecta la presencia de visitantes). El paralelismo entre el proceso y las intenciones artísticas de Ugo da Carpi y las del Rubén Tortosa (como las de la mayoría de los copy-artistas de los años 80 y 90) es ciertamente interesante por su similitudes. Ambos trataban de confeccionar un Santo Sudario: el italiano, siguiendo el mismo proceso de exudación del retrato conseguido por la Verónica, el español, aplicando su experiencia como copy-artista que buscaba que la propia máquina fotocopiadora dibujara el retrato xerográfico de cuantos se asoman a su ventana, y que le ha llevado en la actualidad a la construcción de un dispositivo electrónico capaz de “retratar por sí mismo” en la pared y mediante lápiz o pluma la efigie de cuantos se le acercan. Tanto el artista español como el italiano tratan de realizarlo mediante el uso de la misma técnica con que aquél fue históricamente realizado, esto es: “se trataba, de manera muy exacta, de apartarse de las técnicas miméticas y ‘artísticas’ para transponer el gesto de imitación al registro piadoso del procedimiento, del contacto, de la acheiropoiesis: en definitiva, se trataba de realizar –de ‘ficcionar’ y, en cierto sentido, falsificar- una verdadera ‘imagen no hecha por la mano del hombre’”. “¿Cuántas veces debe de suceder una misma cosa para que realmente suceda?”, se interroga curioso, cabizbajo, nuestro artista. El mismo se responde: “para que algo ocurra tiene que suceder al menos 2 veces”. En esta ley –definida a partir de su propia e intransferible experiencia- fija pues la transcendencia de la experiencia pictórica. Podemos concluir pues que, la construcción de la mirada después de la supuesta muerte del arte constituye el propósito principal del programa artístico de Rubén Tortosa. El tránsito, su estrategia. Los daños colaterales –sus consecuencias, sus logros-, bien podríamos fijarlos en la superación de un mito clásico –hoy en boga: “La fotografía digital sigue encorsetada en la fotografía analógica (…). El pictorialismo digital inunda el mercado de la imagen.” La obra de Tortosa nos explica que otra visualidad es posible en la era digital y que esta ha alcanzado su autonomía funcional, su madurez. Como bien explica Rosa Ulpiano a propósito de su obra en “El corte del tiempo, en el que unas ramas de árboles mudan en diferentes estadios; bien sean atravesados en el horizonte por un avión, un pájaro o simplemente por su inherente caducidad estacional, transforman lo aparentemente insignificante en extraordinario. Efectivamente, lo extraordinario de la huella, ese lugar real que se transfigura en algo abstracto componen la biografía artística de Rubén Tortosa: cada puerta, cada ventana, cada árbol, cada escena capturada al instante constituye un signo y una interpretación. No obstante, la paleta cromática desplegada ahora por un lenguaje técnico, controlado por el registro digital, por una nueva gramática alejada de obsolescencias analógicas, sitúan a la imagen digital en una nueva cosificación.“ Esa nueva visualidad que nuestro artista anhela alcanzar y cuyo proyecto artístico lo identifica con el de los hermanos Mike & Doug Starn, y que consiste en devolverle a la imagen –en este caso digital- una piel que jamás soñó. Una piel que evoluciona hacia una abstracción formal al desentenderse del contenido para trabajar exclusivamente sobre su continente. De la imagen digital interesa por fin su superficie, lo que constituye en sí mismo toda una paradoja, que sólo cobra sentido desde el concepto metafórico del tránsito. Tortosa aporta su enorme experiencia en la gestión de la imagen por los diferentes dispositivos tecnológicos para que el desplazamiento de la imagen mutando sus registros deforma constante y en un bucle casi-infinito atienda, no a la superficialidad del código gráfico, sino a la esencialidad de la piel de la imagen, que no es sino la re-construcción de la mirada, proponiendo una alter-digitalidad inédita que la re-invente, dándole otras oportunidades que no sea la existencia virtual dentro de la pantalla del dispositivo electrónico. Este es el trabajo fundamental de Rubén Tortosa, que poner todo su enorme talento artístico a trabajar en pos de la construcción de un nuevo y necesario imaginario social de cuanto le (nos) rodea en la era de la imagen digital. * José R. Alcalá < HYPERLINK «mailto:JoseR.Alcala@uclm.es» JoseR.Alcala@uclm.es > es el creador y director -desde 1989- del MIDECIANT (Museo Internacional de Electrografía – Centro de Innovación en Arte y Nuevas Tecnologías) de la Universidad de Castilla-La Mancha; Catedrático de Tecnologías de la Imagen en su Facultad de Bellas Artes de Cuenca, es también en la actualidad investigador principal del grupo Interfaces Culturales; Arte y Nuevos Medios (IC). Entre sus últimas publicaciones figuran Ser Digital; manual para náufragos de la cultura electrónica (Santiago de Chile, 2011); La piel de la imagen; Ensayos sobre gráfica en la cultura digital (Valencia, 2011); o ¿Cómo se cuelga un cuadro virtual? Las exposiciones en la era digital (Gijón, 2009). |