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“El Corte del Tiempo”
Lejos de disyuntivas en torno a las jerarquías estéticas como medio para establecer escalas de valores en el Arte, tan cercanas al pensamiento benjaminiano. Encontramos en la reproductibilidad técnica posmoderna y más concretamente en los “metarrelatos” en que se asientan los nuevos registros artísticos, un universo de infinita multiplicidad de imágenes donde el “punctus” analógico -como diría Barthes “muy a menudo sólo un detalle” que deviene algo proustiano: es algo íntimo y a menudo innombrable”,- se despliega ahora en un universo digital de infinitos relatos colectivos. Efectivamente, todos conocemos las capacidades técnicas de una suerte de dispositivos técnicos –móviles, ipods, scanners, impresoras- que nos acompañan diariamente como cómplices inseparables de nuestra “productiva intimidad”. Y es que, ¿Quién no siente diariamente la necesidad de captar con su dispositivo móvil la nimiedad de un instante o un objeto sorpresivo para uno mismo, y acercarlo al resto de los mortales? Ya en los años sesenta Georges Perec relata esta construcción individual de la memoria, de la dimensión espacial de la vida cotidiana y de su propia identidad en términos literarios: “El espacio”, decía Perec, “se funde al igual que la arena se escapa entre los dedos. El tiempo se lo lleva y no me deja más que pedazos sin forma (…). Escribir es tratar meticulosamente de retener algo, de hacer que algo de todo esto sobreviva: arrancar algunos pedazos precisos al vacío que se forma, dejar, en alguna parte, un surco, una huella, una marca o un par de signos”. Sin embargo, la caja de pandora se ha abierto en la red y la comunicación del “momento” ha sobrescrito la paradoja del pasado al recuerdo del instante. “El Corte del Tiempo” en el que unas ramas de árboles mudan en diferentes estadios; bien sean atravesadas en el horizonte por un avión, un pájaro o simplemente por su inherente caducidad estacional, transforman lo aparentemente insignificante en extraordinario. Efectivamente, lo extraordinario de la huella, ese lugar real que se transfigura en algo abstracto componen la biografía artística de Rubén Tortosa: Cada puerta, cada ventana, cada árbol, cada escena capturada al instante constituye un signo y una interpretación.
No obstante, la paleta cromática desplegada ahora por un lenguaje técnico, controlado por el registro digital, por una nueva gramática alejada de obsolescencias analógicas, sitúan a la imagen digital en una nueva cosificación. Un proceso de investigación en la que se asienta la obra de Tortosa, la construcción de la piel del arte digital; es decir transformar un determinado “vocablo” técnico en una imagen culta, transferir la imagen digital al óleo, al barniz o al latex, puede significar mucho más de lo que ese elemento convencionalmente significa, vuelvo a decir, un nuevo lenguaje que se “estetiza” mediante el Arte, una gramática que adquiera fuerza artística, no por si misma, sino en relación al contexto, en el que se vuelve gesto, relato, acción, narración.
Trazo a trazo, instante a instante el puzle se recompone, las piezas encajan dentro de una realidad que abarca un universo al completo. La obra adquiere la franqueza de la pintura de forma admirable; mediante su dermis, el cuestionamiento de lo que parece incuestionable se replantea de nuevo. Y lo que estamos acostumbrados a ver -diría Perec-, aparece aquí de una manera ligeramente nueva, desconcertante para la mirada y el espíritu. Importa poco que estas imágenes sean, aquí fragmentarias, indicativas de un nuevo método, o un proyecto. Sin embargo, importa mucho que parezcan triviales e insignificantes: “es precisamente lo que las hace tan esenciales o más que muchas otras a través de las cuales tratamos en vano de captar nuestra verdad”.
Rosa Ulpiano
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